En aquel tiempo los once discípulos fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al ver a Jesús, le adoraron, aunque algunos dudaban. Jesús se acercó a ellos y les dijo: “Dios me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced mis discípulos a todos los habitantes del mundo; bautizadlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y enseñadles a cumplir todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. (Mt. 28, 16-20)
Ha terminado para el Salvador la peregrinación terrestre, y, vencedor del pecado, entra triunfante en la patria de la paz y la cumplida bienaventuranza, viviendo para siempre en la casa del Padre celestial, en aquella Casa de que habló en más de una ocasión a los hijos de los hombres, asegurándoles que en ella había muchas mansiones.
Transportémonos con el pensamiento a ese lugar, y figurémonos, si nos es posible, la hermosura del palacio donde habita el Dios de la majestad, Soberano Dominador del universo. He aquí el sitio donde hoy penetra Jesucristo... la casa de su Padre; de su Padre infinitamente amado, en quien tiene sus delicias, y al que está unido con lazo eterno, que ningún poder es capaz de romper, ni aun quebrantar.
(…) El trono de Cristo en el cielo resplandece asombrosamente por su riqueza y su nunca vista magnificencia; pero el símbolo cristiano nos hace notar su situación, manifestando y declarando que está a la diestra del Padre; palabra que nos revela lo que vale el que lo ocupa. La diestra es el primer lugar en todas partes, y se da ese puesto al más digno, al que más se estima y al más amado. Estar pues, Jesucristo a la diestra del padre, significa que es, si como Dios, igual a Él, como hombre el más alto entre los seres creados.
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